domingo, 18 de mayo de 2008

El perdedor

-¿Qué se supone que eres?-preguntó la joven violinista, con una sonrisa traviesa apenas asomando por la comisura de sus labios.

-Soy un orco.-dijo el extraño.-Llevo en este mundo desde mucho antes de que fuese lo que ahora es. Llevo aquí tanto tiempo que he perdido la cuenta de los siglos.

La joven rió, una risa clara y musical que consiguió lo que parecía imposible, arrancar una sonrisa del rostro duro y afilado de aquel extraño individuo. Los dientes del extraño tenían una forma algo espeluznante, demasiado afilados, como si se hubiese tomado el trabajo de sacarles una suave punta uno a uno con una lima. Tenían el tono amarillento propio de la dentadura del un fumador empedernido.

-¿Nomecrees?-dijo él.

Tenía una voz profunda y algo ronca, que a la chica le parecía perfecta para contar historias de terror. Daría miedo si no tuviese estuviese tan cargada de tristeza.

-¿Cómo voy a creerte?-dijo ella.-Me estas diciendo que eres un personaje de fantasía. Y además, no tienes pinta de orco. Se muy bien como son los orcos, créeme.

-No tienes ni idea.-dijo él, poniéndose serio de repente.-Crees que sabes, pero no sabes nada. Tienes la cabeza llena de mentiras, de prejuicios. Pero quizá sea hora de que empieces a creer.

La violinista se estaba empezando a preocupar. No sabía si aquel tipo podría llegar a ser peligroso. En silencio le vio dar un largo trajo a su jarra de cerveza negra. Después el extraño pareció pensativo, como si estuviese a punto de tomar una determinación. Lentamente, la violinista le vio inclinarse hacia ella. Entonces ocurrió. Solo duró un instante. Podría haber sido solo la suave luz del local creando un efecto inquietante, pero la joven supo que no. El extraño le había mostrado su verdadero rostro.

-Y ahora que tengo tu atención,-dijo él.-quizá quieras escuchar mi historia.


¿Cuánto tiempo hacia que llevaba viendo a aquel extraño personaje? La violinista no recordaba cuando fue la primera vez que le descubrió sentado en el rincón más recóndito de la Taberna del Dragón Verde, con las manos entrelazadas como si estuviese dirigiéndole una oración a la jarra de cerveza negra que invariablemente estaba frente a él. Sus cabellos negros y largos caían sobre su rostro y se aliaban con la oscuridad en ocultar su rostro de facciones afiladas. Cuando pudo verlo por primera vez, la violinista pensó que parecía un lobo que hubiese adquirido forma humana. No fue capaz de averiguar que edad tenía por su aspecto. Quizás tuviese veinte años, quizá el doble. No había arrugas en su rostro, pero en su expresión se destacaba el poso de amargura y sueños rotos que casi siempre trae consigo la madurez.

La joven violinista no tardó en darse cuenta de que parecía atraer la atención de aquel extraño cada vez que visitaba aquella simpática taberna de fantasía. Las primeras veces lo hizo acompañando a su banda, amenizando la noche con su música. Era normal en aquellas ocasiones convertirse en el centro de atención de todos los presentes. Pero cuando comenzó a acudir ella sola, solo por pasar la noche en un sitio agradable, seguía sintiendo la mirada de aquel extraño fija en ella desde la oscuridad. Curiosamente, nunca se sintió amenazada. Aquel personaje parecía encajar en el lugar como las criaturas de fantasía de goma y cartón piedra que lo decoraban. Cuando aquella noche, tras volver a tocar con su banda después de muchos meses, el extraño había salido de las sombras y se había ofrecido a invitarla a un trago, no había tenido motivos para decirle que no.


-No puede ser cierto.-dijo la joven.-Esto es absurdo.

-¿Qué es absurdo?-dijo el extraño que decía ser un orco.- ¿Cómo sabes tu que es cierto y que es falso? Necesitas saberlo todo para poder determinar eso. Y no sabes casi nada. No, esos malditos elfos se ocuparon muy bien de borrar nuestro rastro, de que nuestra existencia no fuese más que un sueño, un mito, una leyenda.

-¿También los elfos existen?-preguntó la joven.

Una risa amarga surgió de la garganta del supuesto orco.

-Esos bastardos existieron.-dijo.-Afortunadamente para todos su estirpe se extinguió hace mucho. Si, se dice que eligieron extinguirse, que su tiempo había acabado. Lo cierto es que se habían vuelto tan decadentes y degenerados que la propia Madre Naturaleza se encargó de ellos.

-Pero se dice que ellos libraron al mundo de vosotros.-dijo la violinista.-Bueno, al menos al mundo antiguo, el que vino antes del mundo de los hombres.

-Sí, conozco la historia.-dijo el orco, con una extraña sonrisa.-La conozco mejor que tú. La viví en primera línea. Ellos la llamaban una guerra gloriosa, una lucha necesaria. No era la primera vez que nos enfrentábamos, pero esta vez nos habíamos vueltos demasiado molestos. Nos habíamos adaptado a esa Tierra de Sombras llena de veneno y pestilencia a la que nos habían obligado a exiliarnos tras nuestro primer enfrentamiento. El veneno que comíamos, bebíamos y respirábamos había deformado nuestra apariencia pero había aguzado nuestra inteligencia y nuestro ingenio. Supongo que sabrás que en el principio fuimos la misma especie, los elfos y nosotros. Ellos decían que degeneramos, que nos habíamos convertido en una especie maligna. Nunca contaron porqué nos separamos en dos grupos. Sencillamente, éramos malvados porque éramos horrendos orcos. Como si la bondad o la maldad de un ser dependiese de su raza o de su belleza.

-¿Por qué os separasteis?-preguntó la violinista.

No sabía si por el influjo del alcohol o por la sorprendente amargura de la voz de aquel extraño, pero lo cierto es que estaba comenzando a creer sus palabras. Y eso le hacia sentirse totalmente aterrada y al mismo tiempo irresistiblemente fascinada.

-Ellos vendieron su alma a otras criaturas.-dijo el orco, con un gesto de asco.-Los llamaban dioses. No tenían nada de divino, créeme. Eran criaturas mucho mas antiguas que nosotros, mas antiguas incluso que el mundo. Llegaron de otro lugar, quizá de otro mundo, o de otro universo. Eso nunca lo supimos. Esos.....dioses podían conceder dones. Lo llamábamos magia, aunque no había nada sobrenatural en todo aquello. Eran enormes masas brillantes de carne pulsante que flotaban en el firmamento. Cuando hablaban sentías su voz tronando dentro de tu cráneo. Daban miedo. Nosotros éramos especialmente sensibles a su influencia. Nos prometieron el dominio del mundo si les ofrecíamos nuestra lealtad. Querían dominar el mundo a través de nosotros. Los elfos son los que aceptaron, los que se sometieron. Nosotros fuimos los que preferimos seguir siendo libres. Esa fue la primera guerra entre los dos bandos. Los dioses venidos de otro lugar, y sus esclavos, contra los pueblos libres de la tierra. Vosotros también andabais por ahí, pero todavía erais una especie demasiado joven. Pasaron milenios hasta que escuché una palabra pronunciada por un humano. Pero ellos, los dioses, ya os tenían miedo. Se te va a enfriar la cerveza.

La violinista miró su jarra de cerveza como si la acabase de descubrir frente a ella. Dio un tímido sorbo, apartando solo un instante su mirada de los ojos de aquel extraño.

-Ellos ganaron.-dijo el orco.-Supongo que te lo imaginarías. Los dioses evolucionaron después de aquello. Se fueron adaptando. Aprendieron a disfrazarse con la piel de los elfos y de los hombres. Por supuesto, los hombres fueron también sojuzgados. Todos los pueblos que se negaban a seguir su mandato eran masacrados, y tenían que exiliarse a la Tierra de las Sombras. Los mismos dioses habían creado aquella región emponzoñada al llegar a nuestro mundo. Siempre pensé que fue un accidente, que sencillamente habían varado en este islote en medio del universo mientras se dirigían a algún otro lugar.

-¿Había humanos en la Tierra de las Sombras?-preguntó la joven.

-Si.-dijo el orco.-Los elfos se habían vuelto terriblemente elitistas, solo ofrecían alianza a aquellos pueblos humanos con un aspecto parecido al suyo. Ellos eran la especie superior, al menos así lo que creían, así que los humanos que más se pareciesen a ellos tendrían que ser los mejores. Cualquier color de piel diferente era considerado inferior. Se les ofrecía la esclavitud, o el exilio. Los humanos nos fascinaron desde el primer momento. Criaturas inteligentes condenadas a morir, como simples animales, marcadas por su propia mortalidad, y al mismo tiempo llenas de vida. No teníamos magia en el reino de las sombras, pero junto a los humanos conseguimos convertirla poco a poco en un hogar. Sucio y peligroso, pero nuestro hogar. La ciencia y la técnica fueron nuestras armas frente al misticismo y la hechicería de los dioses. Por supuesto, ellos veían nuestros avances como un comportamiento obsceno y degenerado. Y los elfos y humanos que les seguían tan solo asentían con sus cabezas y aceptaban sus palabras como dogmas de fe. Los dioses hacia milenios que no caminaban entre ellos con su auténtico aspecto. Ahora se hacían pasar por hechiceros de aspecto humano. Y la alianza de esclavos formada por los elfos y los hombres tuvo la ironía de llamarse a si misma el pueblo libre. Estaban ciegos, totalmente ciegos.

La violinista desvió un momento la mirada de los hipnóticos ojos de aquel supuesto orco y contempló el contenido de su jarra de cerveza. Aquella era un historia hermosa. Y tenía sentido. La joven dio un largo trago a su jarra, sin detenerse hasta que estuvo vacía. Si tenía que estar borracha para terminar de creer aquella historia, que así fuera. Quería creerla.

-Esa guerra de la que me hablaste,-dijo después de limpiarse los labios de espumo con el dorso de la mano.-esa de la que tanto se habla, ¿cómo fue en realidad?

El orco sonrió, y a la violinista casi le asustó ver un leve atisbo de ternura en su rostro.

-Esa bendita curiosidad.-dijo.-Es lo mejor de tu especie. Sí, has leído sobre esa guerra, ¿no me equivoco, verdad? La has visto representada en ese prodigio humano que llamáis cine. La versión de los vencedores. Totalmente falsa, como siempre.

-Quizá la tuya también lo sea.-dijo la violinista, demasiado ebria ya como para que le importase ser impertinente.

El supuesto orco asintió levemente con la cabeza.

-Eso es cierto.-dijo.-Pero no me negarás que siempre es conveniente conocer los dos lados de la historia para decidir cual es la verdad.

La violinista asintió con la cabeza.

-Habla, te escucho.-dijo, su voz algo pastosa.

El extraño se acomodó de nuevo en su pequeño banco de madera.

-Estábamos empezando a progresar demasiado.-dijo.-Y los así llamados pueblos libres se preocuparon por nuestro progreso. En aquel tiempo los dioses habían adoptado la apariencia de humanos. Se hacían pasar por magos, por sabios. Ejercían su influencia de una forma más sutil. En realidad estaban aterrados, temerosos de mostrarse con su terrible apariencia por si los humanos o los elfos se volvían contra ellos. La estancia en nuestro mundo les resultaba dañina, las iba minando las fuerzas poco a poco. La magia se acercaba a su fin, decían. Malditos farsantes. Nunca tuvieron nada mágico, nada que la razón y la lógica no pudiese comprender. El punto culminante de nuestro progreso se produjo cuando el primero de los dioses murió. No sabemos porqué había venido a la Tierra de las Sombras a morir. Quizá allí había algo que pudiese salvarle. Lo venenoso para nosotros podría ser curativo para ellos, quién sabe. Su cadáver, que había reventado la carcasa humana que le contenía, fue puesto en disposición de uno de nuestros sabios, la mente más clara y privilegiada que jamás haya pisado la tierra. Solo ha habido un humano que se le acercase en sabiduría y proezas, ese que llamáis Da Vinci. Tú le conoces bajo otro nombre, el nombre que le pusieron nuestros enemigos. Pero nosotros le llamábamos Shoron.
-Shoron.-dijo la violinista, como si paladease aquella curiosa palabra.-Esa sabio... ¿le hizo la autopsia a un dios?

-Más o menos, eso hizo.-dijo el orco.-Nuestra técnica no era como la vuestra, te parecería primitiva en muchos aspectos, pero Shoron contaba con una mente especialmente dotada y todo el tiempo del mundo para meditar sobre sus conclusiones. Logró lo imposible. Descubrió la creciente debilidad de los dioses, y cual era la fuente de su poder. Y sobre aquellos descubrimientos llevó a cabo un experimento temerario y arriesgado. Hace milenios de todo aquello, pero todavía recuerdo la altísima torre que hizo construir, aquel hermoso mecanismo de relojería forjado en bronce brillando bajo el sol rojizo de la Tierra de las Sombras. Allí estaba la supuesta magia de los dioses, reducida a simple técnica por la inventiva de un orco. Pero necesitaba un cuerpo viviente para activarla, y Shoron empleó el suyo propio. No comprendí la alquimia que se llevó acabo en aquella torre, solo sé que un brillo que rivalizaba con el sol surgió de aquel inmenso aparato de bronce un atardecer. Shoron se había convertido en algo parecido a un dios, pero atrapado en los confines de su propia creación. Y los dioses auténticos se aterrorizaron, y enviaron a sus esclavos a exterminar a todo ser viviente de la Tierra de las Sombras.

-Pero teníais el poder de un dios con vosotros.-dijo la violinista.

-Uno contra muchos.-contestó el orco.-Su luz se posaba en nosotros y podía cambiarnos. Su presencia podía sentirse desde la distancia. Comparado con los otros dioses, no era más que un niño. Pero tenía la astucia de un orco. Y además, encontramos un aliado inesperado.

-¿Quién podría ayudaros?-dijo la violinista, aunque creía conocer la respuesta.

-Quien menos esperábamos.-dijo el orco.-Uno de los dioses, que tan solo deseaba regresar a la Tierra de las Sombras para intentar sobrevivir. Se llamaba Charmian, una criatura cansada y amargada. No sé por qué se apiadó de nosotros y nos ofreció su magia para crear un ejército que pudiese enfrentarse a los dioses. Yo me ofrecí voluntario, junto a otros muchos, y acudí a la torre de Charmian para que su magia me cambiase. Aquel anciano humano de largos cabellos blancos se metamorfoseó frente a nosotros en algo que durante milenios solo habíamos visto en nuestras pesadillas. Sus tentáculos nos tocaron, atravesaron nuestra piel, dejaron dentro de nosotros parte de su esencia. Y esa esencia nos cambió. Nos hicimos más grandes, más fuertes. Éramos el Azote de los Dioses, la élite del ejército de la Tierra de las Sombras. Y no tardamos en tener nuestra primera batalla.

Un brillo de tristeza apareció en los ojos del orco. Su jarra de cerveza estaba vacía.

-¿Quieres otra?-le preguntó a la violinista, señalando su jarra.

-Si, por favor.-dijo ella, tras pensarlo por apenas un instante.

En cuando dos nuevas jarras estuvieron frente a ellos en la mesa, el supuesto orco continuó su relato.

-Ninguna guerra es gloriosa.-dijo.-Y los pueblos que luchan, aunque sea movidos por la desesperación, como el mío, siempre pagan un precio muy alto. No hay nada hermoso en una batalla, en destrozar a tu rival, en romper su carne y quebrar sus huesos. No hay nada mas parecido a un infierno que la visión de un campo de batalla una vez la lucha ha acabado y solo queda carroña para los buitres. No me gustaba aquello, pero no tenía alternativa. Estaba defendiendo mi casa, mi gente, la dama a la que le había entregado mi corazón. ¿Que podía hacer sino luchar con todas mis fuerzas?

-¿Hay mujeres orco?-preguntó la violinista, sorprendida.

-Claro que las hay.-dijo el extraño.-Y son hermosas, terriblemente hermosas. Mucho más que esas altivas elfas de corazón de hielo. Y la más hermosa de todas era sin duda mi dama. Los elfos siempre olvidan hablar de ellas. Y de los niños, y de los ancianos. Pero existen. Son reales. Y ellos los persiguieron, los torturaron, los mataron.

La violinista vació media jarra de cerveza de un solo trago. Se sentía mal consigo misma, como si estuviese sucia por debajo de la piel. Había leído historias de gloriosas guerras en mundos de fantasía desde que era solo una niña. Nunca se le había ocurrido pensar en que sentían los seres del otro lado, esas criaturas que siempre eran descritas como seres horrendos y sanguinarios. Nunca se le pasó por la cabeza que un niño es un niño, sea de la especie que sea, y que no hay crimen mas horrible que destruir la inocencia y la vida de los niños.

-Te estoy cambiando.-dijo el orco, como si pudiese leer los pensamientos de la violinista.-Sabes que lo que te digo es cierto, ¿verdad? Las cosas nunca son tan bonitas y tan sencillas como en esos libros que seguramente habrás leído. ¿Cometimos atrocidades? Por supuesto. ¿Qué ejército no las comete? Forzados a luchar, a matar, a jugarse la vida cada día, lo peor de nosotros salió a la superficie. No creas esos cuentos de ejércitos valerosos y honorables. No hay honor en el corazón de un soldado cuando está embriagado por el aroma de la sangre.

-¿Y como acabó la guerra?-preguntó la violinista.

-Querrás decir que como la perdimos.-dijo el orco, con tristeza.-Lo teníamos todo de nuestro lado. Los dioses se habían refugiado en una de las ciudades de los humanos, un recinto amurallado al pié de una enorme cadena montañosa. No puedes ni imaginarte que hermosas eran aquellas tierras, como florecía en ellas toda clase de vida. Shoron había usado su poder para resucitar a siete antiguos héroes de nuestro pueblo, que se convirtieron en nuestros líderes. No eran fantasmas, ni seres vivos, era una especie de criaturas intermedias formadas de huesos, tiras de carne putrefacta y algo parecido a la neblina. Iban cubiertos por capas negras, pero yo pude ver a uno de ellos en una ocasión. No les gustaba haber sido devueltos a la vida, pero luchaban para defender a su pueblo, como un sacrificio más allá de la muerte. Shoron también había invocado a los antiguos dragones, criaturas nobles y maravillosas que habían sido diezmadas por los humanos y los elfos por orden de los dioses. Al atardecer, atacamos. Una marea de humanos se derramó sobre nosotros desde las murallas de la ciudad. Yo entré en la refriega y pronto mi espada cortó carne y la sangre salpicó mi rostro cegándome momentáneamente. No sé como no caí atravesado por acero humano en aquel mismo instante. Tuve mucha suerte, la verdad. Escuché gemidos a mi alrededor, gritos de dolor de mis compañeros. Cuando recuperé la vista el cielo se había ennegrecido, plagado de miles de flechas élficas. Pero, cubiertos con nuestros escudos, seguimos marchando. Sobre nosotros, en el cielo, se libraba la auténtica batalla. Dragones montados por los héroes resucitados luchaban cuerpo a cuerpo contra los dioses, que se habían desprendido de sus envoltorios mortales y mostraban de nuevo su auténtico aspecto. No recuerdo cuantos días duró aquella batalla. Recorrimos medio mundo, de lucha en lucha, dejando a nuestro paso cientos de cadáveres de ambos bandos. La torre de Charmian fue destruida por los elfos, y el único aliado con quien contábamos entre los dioses fue exterminado por los suyos. Desprovisto de su poder, su cuerpo cayó al suelo convertido en una enorme masa de carne putrefacta y sanguinolenta. Aquella era la primera vez que veíamos morir a un dios. Pero no sería la última. Cuando nos obligaron a refugiarnos de nuevo en la Tierra de las Sombras, solo uno de los dioses sobrevivía. Se llamaba Chandarf, el más cruel y manipulador de todos. Lo que quedaban de nuestro ejército se preparó para el final. Aquella era una batalla que no podíamos vencer. Pero al menos ganaríamos tiempo para los nuestros, tiempo para que buscasen refugio, para que se preparasen ante el desastre que se avecinaba. Tan solo uno de los dragones vivía aún, y sobre él cabalgaba el último de nuestros héroes ancestrales. El resto habían sido devueltos a la muerte por la magia de los dioses, lo que quedaba de sus cuerpos convertidos en ceniza. Y allí, frente a las puertas de las Tierras de las Sombras, cargamos contra nuestro enemigo. Casi no pude ver nada de la lucha de colosos que se produjo sobre nuestras cabezas. Mi mundo se había vuelto rojo, el rojo de la sangre y de la desesperación. Estaba como poseído, cortando y clavando mi espada en todo lo que se moviese a mi alrededor. Un destello nos cegó a todos un instante, y sobre nosotros comenzó a nevar. Pero no era nieve lo que nos cubría, sino cenizas, los restos del último dragón y del muerto viviente que lo cabalgaba. Me contaron que el último de los dioses se lanzó entonces contra la torre de Shoron, y que de aquel enorme ingenio parecido a un ojo mecánico surgió un rayo de luz que incendió el repugnante cuerpo flotante. Pero, antes de morir, Chandarf consiguió llegar hasta la torre para que Shoron se le uniese en la muerte. Aquel fue el fin de la batalla.

-¿Cómo lograste escapar?-dijo la violinista, apenas un hilo de voz pastosa surgiendo de entre sus labios.

-Nos reagrupamos y huimos.-dijo el orco.-El enemigo estaba demasiado ocupado celebrando lo que consideraban una victoria. Habían vencido, es cierto, y las puertas de la Tierra de las Sombras estaban abiertas para ellos. Pero ya no habría ningún dios que pudiese escapar de su decadencia en ella. Habían vencido para nada. Aunque supongo que es inevitable. En las guerras nadie gana nada. Los que sobrevivimos estuvimos varios siglos huyendo de la persecución de los humanos, hostigados por los elfos. Los supuestos pueblos libres colonizaron nuestra tierra y se apoderaron de nuestros conocimientos y nuestra sabiduría. Lo que vosotros llamáis tecnología es una llama cuya chispa fue el ingenio de los orcos. Nosotros tuvimos que convertirnos en esos bárbaros atrasados que los humanos creían que éramos. Nómadas, parias en nuestra propia tierra, refugiándonos en cuevas o en cabañas improvisadas. Un día nos llegó la noticia de que los elfos estaban desapareciendo. No pudimos evitar alegrarnos. Quizá fue un efecto secundario de su pacto con los dioses. Sin la ponzoña élfica, los humanos nos acabaron olvidando. Con el tiempo nos convertimos en leyendas, en personajes de cuento. Una nueva sabiduría se fue extendiendo entre los que sobrevivimos, el último regalo de Shoron, la habilidad para cambiar nuestro aspecto, para hacernos pasar por humanos. Y llegó vuestra era, pero nosotros permanecimos aquí. Y quizá aquí sigamos cuando el último de vosotros haya desaparecido.

Entre la violinista y el extraño se hizo un silencio incómodo, cargado de preguntas que no debían ser formuladas. Por un momento, los dos se concentraron en sus jarras de cerveza.

-¿Por qué me cuentas esto?-preguntó entonces la violinista.

-Porque me recuerdas a ella.-dijo el orco.-A mi dama. Porque necesitaba que supieses la verdad. Lo cierto es que no sé muy bien porqué lo he hecho. Quizá sea simplemente porque estoy demasiado bebido esta noche.

-¿No está contigo?-preguntó la joven, sorprendida.

-No.-dijo el orco.-Nunca la encontré. Prefiero pensar que sigue viva, en algún lugar. Cuando te vi por primera vez pensé que quizá fueses ella bajo forma humana.

-No lo soy.-dijo la joven, sintiéndose adormecida.-Lo siento.

Cerró los ojos y se los masajeo con los dedos, sin poder aliviar ese incómodo dolor que sentía justo detrás de ellos, en el centro mismo de su cráneo. Cuando los abrió, el extraño había desaparecido.

No volvió a verlo nunca más. Nunca pudo decirle que su extraña confesión le había ayudado a encontrar el origen de esa amargura que la devoraba por dentro desde que podía recordar. Tampoco pudo decirle que sus palabras habían destruido todo aquello en lo que siempre había creído, todo aquello por lo que siempre había vivido.

Nunca supo si aquel orco sabía que le había contado su historia a antigua Reina de los Elfos, la última superviviente de su especie.

Relato ganador del Certamen de Relatos del Dragón Verde de 2006

Autor: Juan Díaz

Correo electrónico:
jack_scarecrow(arroba)hotmail.com

1 comentarios:

weiss dijo...

Yeah, bueno, sí señor. Habría que ver el nivel del resto, pero me parece un más que merecido ganador del concurso. Y es que me pasa un poco como a ti, que no me va la fantasía épica, y eso de darle la vuelta a la historia tolkieninana me resulta de lo más estimulante. ¡Plas plas!

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