sábado, 31 de mayo de 2008

Prologo de "El retorno de los Magos, de Enrique Timón

PRÓLOGO: HISTORIA DE LOS TITANES

Los destellos luminosos de los últimos rayos del atardecer traspasaban las amplias vidrieras multicolores del vestíbulo de la Academia Diógenes en Policreos. El mármol de Jatimlatt, que revestía el pavimento y las paredes, brillaba con fulgor blanquecino en las zonas bañadas por los haces de luz. Gruesas columnas de marcadas estrías y decorados relieves recorrían en hileras la estancia. Varias estanterías de madera de roudano[1] cubrían el fondo Norte; en ellas descansaban algunos rollos de pergamino, amarillentos y corroídos por el paso del tiempo, junto a una selección de códices lujosamente encuadernados, en cuyos lomos podían leerse títulos como “Historia de los Reinos Kantherios” de Dathales, “De la Naturaleza de las Cosas” de Tágoras o “Las Perspectivas del Hombre” de Diógenes.

En la zona central del vestíbulo, junto a una de las columnas, dos hombres discutían acaloradamente sobre la naturaleza de la magia. Las togas de raso azules que vestían los delataban como maestros de la Academia. Los ribetes granates de sus brazaletes los distinguían además como miembros del Consejo de los Diez Sabios, la máxima jerarquía académica de la ciudad.

Policreos, capital cultural del mundo civilizado; o, al menos, así era vista por los occidentales pueblos kantherios.
El mayor de los hombres, casi un anciano, carecía completamente de cabello, a excepción de una cuidada perilla que acentuaba sus rasgos; su rostro reflejaba una serenidad escultural.
Era Demetrio, un filósofo con fama de extravagante y excéntrico.

El otro, Urrulus, historiador de reputado prestigio, también pasaba de la cincuentena; mostraba claros signos de alteración, agitaba los brazos arriba y abajo, mientras daba vueltas en uno y otro sentido en torno a su interlocutor. Los canosos mechones de su arreglada barba se erizaban al compás de sus movimientos.

― ¡No puedo dar crédito a mis oídos! ―farfulló mientras hacía un gráfico gesto con sus temblorosas manos― . ¿Estáis negando que exista o haya existido la magia en Kherian[2]? ―palideció escandalizado ante las palabras que acababa de escuchar a su interlocutor, sus ojos ligeramente verdosos parecían querer salirle de las órbitas.

― No niego que haya existido o incluso exista lo que vos llamáis magia ―Demetrio permanecía impertérrito mientras pronunciaba estas palabras, apenas podía distinguirse el movimiento de sus labios, ni la menor alteración en el tono―, ¿Cómo podría hacerlo? Existen miles de documentos en nuestra historia reciente que lo acreditan. Hombres notables, e incluso sabios como Diógenes, han sido testigos, ¿cómo podría dudar de su palabra? No niego la magia, sólo su carácter mágico.

― ¿Sólo decís? ―el rostro de Urrulus había pasado de la estupefacción e incredulidad iniciales a un estado de indignación, patente en el nervioso temblor de su bigote―. ¿A quién queréis engañar? Eso es tanto como dudar de los dioses.
― Seguís sin entenderme ―el filósofo concedió un ligero movimiento de sus manos, acompañando con gestos benévolos su explicación―. No se trata de dudar de la existencia de los dioses, tal cosa no puede hacerse. De ser así, por la misma regla habríamos de poner en tela de juicio la existencia del legendario Ealthor o de su no menos grande hijo Oramntheer II.

Nada más lejos de mi intención, creo firmemente que los dioses habitaron el mundo, e incluso que con toda probabilidad siguen perviviendo hoy en día, lo que cuestiono es su condición divina ―Urrulus dejó escapar una leve exclamación―. Pienso, más bien, que aquellos a los que llamamos dioses eran seres de carne y hueso como nosotros. Con sus particularidades, por supuesto, si atendemos a los antiguos escritos, eran mucho más fuertes, altos y corpulentos, también el color de su piel era distinto, ligeramente azulado...

― E inmortales, eso también figura en los antiguos escritos ―interrumpió el historiador con una risa nerviosa dibujada en sus labios.

― Concedo que debían ser especialmente longevos, pues nadie pareció percibir envejecimiento en ellos y, efectivamente, fueron descritos por varias generaciones ―repuso Demetrio con su parsimonia habitual―. Pero nada de esto colige que fueran inmortales, antes bien tal cuestión ya fue refutada, del modo más contundente posible, durante la “Guerra de los Dioses”, y más tarde también en la “Guerra de los Titanes”.

― ¿Creéis tener explicaciones para todo, no es eso? ―Urrulus adoptaba ahora una pose más tranquila, pasando a la defensiva, pero sin poder evitar frotarse nerviosamente las manos―. Bien, decidme, ¿cómo explicáis su increíble poder? Y no me refiero a su fortaleza física, sino al que emanaba de su magia.

― ¡Veis!, a eso me refiero. Yo no puedo ver nada mágico o místico en su poder. Está claro que éste radicaba en sus artilugios, y aunque no comprendamos los mecanismos de su fabricación o funcionamiento, tal vez por limitaciones de nuestra capacidad intelectual, eso no justifica que demos por válida su explicación irracional ―el temple del filósofo comenzaba a contagiarse de la agitación de su interlocutor―. Pensadlo. Todos los documentos lo confirman. Los magos psíquicos utilizaban una especie de medallón, los lumínicos una varita corta, los térmicos esos pequeños y extraños tridentes, como el del Museo de Bittacreos, y los magos físicos unos brillantes brazaletes metálicos. Los caballeros sagrados portaban armas y armaduras de titanio, una poderosa aleación sin duda, pero no necesariamente mágica. Incluso los sanadores empleaban un instrumento semejante en su forma a una herradura. Los propios dioses, según narran las leyendas, se sirvieron de utensilios semejantes para demostrar su dominio.

― No tratéis de tergiversar la historia, yo también he leído los antiguos textos, y en ellos se habla de medallones que permitían controlar las mentes de otros seres y producir alucinaciones, de varitas que emitían rayos, de tridentes que producían un frío helado y un calor abrasador, y de brazaletes que permitían mover objetos o golpear a distancia. Se habla también de armaduras de titanio, que resistían por igual los rayos o el acero, y de armas de este mismo metal, proporcionado por los dioses, capaces de partir una roca. Y, ciertamente sí, se mencionan unos extraños objetos con forma de herradura, “Simtar”, que permitían curar las heridas más espantosas. ¿Queréis hacerme creer que tales prodigios son simples obras de un artesano? ¿Qué un artilugio mecánico podría hacer cualquiera de estas cosas? Mi querido amigo, debéis estar de broma ―Urrulus se permitió una ligera sonrisa―. ¿Cómo podría un simple ingenio lanzar rayos, provocar alucinaciones o sanar graves heridas sin el concurso de la magia?

― No lo sé. Pero precisamente porque lo ignoro, porque desconozco cómo es posible que funcionasen tales utensilios, no trato de presuponer que ya lo sé y lo llamo magia ―las facciones de Demetrio se tornaron graves―. ¿Por qué cuando desconocemos algo nos refugiamos de inmediato en el misticismo tratando patéticamente de disimular nuestra ignorancia? ¿Por qué no aceptar que quizá no haya nada mágico en todo esto sino tan sólo unos seres más avanzados e inteligentes que nosotros? Piensa en los tupir, por ejemplo, están tan atrasados con respecto a nosotros, que muchos de nuestros enseres podrían parecerles igualmente mágicos. Se dice que incluso algunos de ellos consideraron a Ealthor I como un dios cuando conquistó Burdomar. ¿Por qué no podríamos ser nosotros “los tupir de los dioses”?

― No vais a persuadirme con vuestras falacias. Puedo concederos ―levantó la palma de su mano derecha, agitándola adelante y atrás al ritmo de sus palabras―, que el poder de los dioses precisase de algún artilugio, a modo de vehículo, para manifestarse. Pero de lo que no cabe duda es que fueran mágicos.

Recordad que en los escritos también se relata cómo nadie, salvo los elegidos para ello, podía tocar tales “instrumentos”; los magos y sanadores, además, debían recitar con perfecta declamación sus sortilegios para que estos surtiesen efecto, y ningún humano, que no fuese un caballero sagrado, sobrevivía mucho tiempo a una prolongada exposición al titanio. Si fuesen sólo eso, meros artilugios, cualquiera debería poder usarlos, pero no era así. ¿Por qué? Porque los dioses les habían infundido su magia, para que la utilizaran tan sólo sus elegidos.

― Creo que nuevamente buscáis la explicación más cómoda, en lugar de deteneros a reflexionar. ¿Por qué sólo los caballeros sagrados eran inmunes a los efectos nocivos del titanio? ¿Por qué atribuirlo a un supuesto carácter mágico de esta aleación? ¿Por qué no pensar en el titanio como una sustancia venenosa y en los caballeros sagrados como en aquellos que han probado el antídoto? Te extrañas de que nadie salvo los magos pudiese tocar sus utensilios; pero, ¿no podrían los dioses, de alguna manera inimaginable, haber dotado a estos instrumentos de la capacidad para reconocer a sus amos? Al igual que sucede con algunos animales, como los halcones, que sólo acuden al brazo de su amo, y nadie dice que sean criaturas mágicas. Y, ¿qué me dices de las palabras rituales que habían de pronunciar? Ambos sabemos que no fue así desde un principio, sino a partir de que, durante las guerras religiosas de los reinos creones del
Sur, un guerrero cortara el brazo de un mago lumínico y fuese capaz de utilizar el miembro amputado aferrado a su varita, para utilizarla contra otros magos. Fue entonces, y no antes, cuando se vieron obligados a recitar unas palabras rituales para su activación, para evitar que se produjeran acontecimientos similares. Y esto es lo que más me inclina a creer que tengo razón al suponer que no haya magia alguna en todo ello. Hubo al menos una ocasión, documentada ―enfatizó―, en que un no mago pudo utilizar lo que vos llamáis sortilegios. ¿Cómo hubiese podido hacerlo si los dioses no le habían otorgado la magia? A menos, claro, que no haya tal poder mágico y se trate simplemente de potentes ingenios.

― ¡Blasfemias! Hubo un tiempo en que se quemaba a los que así hablaban ―en su fuero interno Urrulus comenzaba a añorar aquellos tiempos―. Seguís sin comprender nada, os empeñáis en negar las evidencias, ¿por qué elucubrar complicadas teorías que no puedes explicar, cuando todo tiene una razón más sencilla? Decís no creer en la magia, pero estáis dictando las normas por las que debería comportarse. ¿Quién os dice que los dioses no otorgaron inicialmente sus poderes mágicos al instrumento en lugar de al hombre y que luego enmendaron su error otorgándoselos directamente a sus elegidos? Vuestra imaginación no os permite concebir nada que no sea explicable racionalmente ¿no es así? Pero esto es una limitación vuestra, que no sepáis comprender la magia como una emanación del poder divino, es una merma vuestra, no de ese poder. La inmensa mayoría de los habitantes de todo Kherian creen en el carácter mágico y divino de los dioses. ¿Iban a estar todos ellos equivocados y vos en lo cierto? Me temo que os sobrestimáis mi querido Demetrio; quizá no creéis en los dioses porque en vuestros anhelos os gustaría serlo vos. Y como no podéis ser dios, atraéis a los dioses hacia vuestra mortalidad, para sentiros más próximo a ellos. Resultáis pat...


El ruido de un objeto chocando contra el embaldosado, interrumpió bruscamente la conversación. Ambos se giraron. En el suelo, junto a una columna próxima, había un tomo con cubiertas de cuero. Desde donde estaban no podían leerse las letras plateadas que lo identificaban. Hicieron el ademán de aproximarse, cuando vieron a una mano emerger tímidamente desde detrás de la columna en dirección al volumen caído. A la mano siguió un brazo y al brazo todo lo demás. Llevaba una especie de túnica ocre, de las utilizadas por los estudiantes de la Academia; tenía la capucha echada por lo que no pudieron distinguir sus rasgos. Si bien, al agacharse a recoger el libro, su prenda se abrió ligeramente a la altura del pecho, poniendo al descubierto parte de su anatomía femenina. Las pupilas de los oscuros ojos de Demetrio se dilataron al contemplarla furtivamente. Urrulus, por su parte, giró la vista, enrojeciendo avergonzado.

Consciente de que había sido sorprendida espiando, la joven se irguió, ajustando pudorosamente los pliegues de su túnica. La capucha descendió levemente sobre sus hombros, permitiendo reconocer sus rasgos. Sus cabellos castaños claros, muy cortos, sus ojos, algo más oscuros, grandes y brillantes, así como la multitud de pecas que salpicaban sus pómulos, no dejaban lugar a dudas. Ambos la conocían muy bien, se trataba de Filias, una discípula reciente venida de Akaleim, pero que en su corta estancia había sabido llamar la atención de sus mentores, por sus preguntas y comentarios cargados con una mezcla de sagacidad e ingenuidad, también por su descaro a la hora de expresar sus opiniones.

― Iba a llevarlo a la biblioteca ―trató de justificarse, señalando al preciado códice, en un defectuoso creón con acento kantherio.
― ¿Sí? ―inquirió el filósofo sonriente, hablando ahora en kantherio― ¿Y cuanto tiempo hacía que llevabas el libro a la biblioteca detrás de la columna?

― Bueno... esto... yo... ―contestó alternando confusamente los idiomas creón y kantherio. No pudo evitar ruborizarse, mientras ensayaba como salir del paso. Sus pecas se marcaron con mayor contundencia en su rostro enrojecido―. Verá maestro, me dirigía allí... pero al escuchar, accidentalmente lo juro ―matizó―, tan elevada discusión, no pude evitar quedar prendida como una tonta de sus palabras ―pensó que un poco de coba no perjudicaría su causa―. En las clases no se escuchan cosas tan interesantes..

― ¡Nos cerrarían la Academia si lo hiciéramos! ―pensó el historiador en voz alta.
― Hay algo en todo eso que discutían, sobre la existencia de los dioses, que me tiene algo desconcertada ―Filias entendió que si distraía la atención de nuevo hacia los temas en liza, quizá olvidarían su indiscreción―. Si los dioses, se supone, han existido desde siempre, ¿porqué no hay ninguna mención a ellos previa al “Advenimiento”? Es más, ¿por qué antes se hablaba de otros dioses?

― Yo me he hecho muchas veces esa pregunta ―comentó Demetrio.
― Estoy seguro de que ambos conocéis bien la respuesta, pero no me importará repetíroslo una vez más. Antes los hombres, en su ignorancia adoraban a los Arcanos, a los antiguos dioses, que no eran más que mitos, fruto de olvidadas supersticiones ―explicó con tono académico Urrulus a la muchacha, que levantaba la mirada hacia él absorta en sus palabras, su nariz, algo respingona, ayudaba a destilar esa sensación de devoción―.

Hasta que los verdaderos dioses descendieron de los cielos sobre una ciudadela flotante, manifestación palmaria de su poder, para redimir los pecados de los hombres y darse a conocer. Por eso se le llama a este acontecimiento el “Advenimiento” y marca el año 0 de nuestra Era. El hombre vivía en la oscuridad y nada sabía de los dioses, pero vinieron a nosotros y se hizo la luz.
― ¿Vinieron a redimir los pecados de los hombres? ―una sonrisa irónica se dibujó en los labios del filósofo, que daba muestras de una inquietud desacostumbrada―. Claro, por supuesto, por eso se dedicaron los años siguientes a esclavizar y convertir a los pueblos próximos. Por eso los obligaban a rendirlos culto y servirlos so pena de ser destruidos. Ciertamente trajeron la salvación al mundo ―el sarcasmo de su comentario resultó evidente.

― Jamás mis oídos escucharon una tergiversación de la historia más ruin ―intervino ligeramente encolerizado el historiador, mirando ahora fijamente a su colega e ignorando a la pupila que había emitido la cuestión―. Los dioses ofrecieron a aquellos pueblos su salvación y la de sus almas, al miserable precio de un mínimo reconocimiento y respeto. En su inconmensurable generosidad, los dioses ofrecieron la salvación incluso a quienes, manipulados seguramente por las antiguas castas sacerdotales de los arcanos, no la querían. Hubieron de mostrar su poder para convencer a los descreídos; pedirles una fe ciega hubiese sido injusto, ya que entonces nada hubiese podido distinguirlos de los charlatanes de feria o los sacerdotes de los Arcanos, y sólo los tontos hubiesen acudido a ellos. Hubo muertos, sí, pero qué son unos centenares, unos miles de vidas a cambio de la salvación de la humanidad. Aquellos infelices perdieron sus vidas, pero en compensación recibieron la eternidad para sus almas.

Demetrio dejó escapar una sonora risotada. El semblante de su interlocutor se ensombreció notablemente. La muchacha miraba a uno y a otro con evidente curiosidad.
― ¿Salvaron sus almas? ―replicó burlón el filósofo―

Menudo eufemismo, ahora va a resultar que el asesinato, cuando es bendecido por los dioses, es una redención de la víctima.
¡Salvaron sus almas! Eso es como decir: ¡salvaron sus ñutts!
― ¿Qué es un ñutt? ―preguntaron al unísono.

― Lo mismo que un alma; o sea, nada ―declaró con su flema habitual―. ¿Qué es un alma? Nunca he visto ninguna por ahí. Es tan sólo un mito de los arcanos para explicar la muerte y los cuerpos inertes, que algunos filósofos han explotado y ha calado hondo entre las gentes. Yo, confieso, sólo veo cuerpos vivos y cuerpos inanimados. Cuando una vida se apaga, no veo un alma que se libera, sino un cuerpo exánime. Tal vez debamos llamar a alguna de esas “almas eternas” para que pueda contarnos su versión de la historia...

Antes de que Urrulus pudiera replicarlo, Filias tomó de nuevo la palabra. El discurso estaba llegando a unos derroteros demasiado profundos, para los que aún no se sentía preparada a transitar. Además no soportaba dejar de ser el centro de atención; a riesgo de recordar su transgresión, trató de reencauzar la conversación con una nueva pregunta.

― Perdón Maestros, pero en mi ignorancia no acabo de entenderlo. Si los dioses sólo se preocupaban de la salvación de nuestras almas. ¿Por qué tuvo lugar la “Guerra de los Dioses”? ―ambos se volvieron hacia la muchacha perplejos.

― Pocos años después del Advenimiento, según cuentan los anales ―el historiador volvió a adoptar una pose magistral―, hubo una escisión entre los dioses. Magrud, que en aquél entonces era su líder, desesperó de convertir a los hombres, a los que acusaba de ser impuros. Bulfas, por el contrario, en su bondad, seguía creyendo en los humanos y se opuso a las órdenes de Magrud de aniquilar a la especie de la faz del mundo, y...

― Sí claro, y en el Este te dirán que era Bulfas el pérfido que quiso exterminarnos y Magrud quien se opuso ―interrumpió Demetrio mirando a la estudiante―. Yo conozco otra historia mucho más plausible, claro que no es oficial, pero la oficial varía según la autoridad que la oficializa. Existen documentos de la época que hablan de un rumor, según el cual Bulfas se entendía con la mujer de Magrud y fue sorprendido en pleno adulterio. Yo, sinceramente, creo mucho más probable que ésta fuera la causa de la Escisión.

― ¿Vuestras irreverencias no tendrán fin? ―le reprobó Urrulus antes de volverse hacia la muchacha― Tras la Escisión, los dioses y el mundo vivieron una época de paz que duró algo más de medio siglo. Ambas facciones se habían repartido Kherian en áreas de influencia. Pero Magrud no pudo contenerse, quiso ser el único dios e imponerse a los pueblos que quedaron bajo la protección de Bulfas, quien, en su benevolencia, no podía permitir semejante atropello. Así comenzó la famosa “Guerra de los Dioses”.

― Nuevamente mostráis a nuestra alumna la versión oficial, que ya conocerá y que sin duda es la inversa de la que se enseña en las escuelas del Este. Pero nada de esto es cierto. Las leyendas en torno al Bien y el Mal sirven para exacerbar a las muchedumbres, pero el Bien o el Mal no existen, son tan sólo la personificación de nuestras apreciaciones. Nada es blanco o negro, en su lugar hay una variedad casi infinita de tonalidades de gris. Yo te contaré cómo sucedió todo ―el filósofo se sujetó la barbilla con la mano, acompañando el tono grave de sus palabras―.

En su afán de proselitismo, de someter a su credo a todos los pueblos, los dioses fueron engañados por los amónidas, fieles e inquebrantables en su culto a los arcanos. De este modo, pidieron por su cuenta ayuda a cada bando, a quien decían adorar, contra las injerencias del otro. Estalló un conflicto localizado en el que, por primera vez, murió un dios. Aquella muerte desencadenó la más funesta guerra que se haya conocido en el mundo.

― ¿Unos simples humanos, amónidas además, iban a engañar a los propios dioses? ―el historiador se permitió una sonora carcajada― Ridículo, la próxima vez invéntate algo más creíble.

― Esperen, podemos leerlo aquí ―Filias abrió el grueso tomo que aún llevaba entre las manos. Los maestros pudieron ver por primera vez lo que rezaba el epígrafe plateado del mismo: “La Guerra de los Dioses y sus consecuencias” por Dathales. Con una voz un tanto aguda comenzó a leer: >> ...Corría el año 63 desde el “Advenimiento”, cuando los distintos bandos en que se habían dividido los dioses y sus seguidores se enfrentaron violentamente en todos los rincones del mundo; haciendo gala de un ensañamiento y crueldad sin precedentes en la historia conocida. Las grandes batallas se sucedieron por tierra y mar. Pueblos, ciudades, reinos enteros fueron arrasados, razas exterminadas o sometidas, como los graph. Cientos de miles de seres murieron en combate y en un número aún superior fueron asesinados o deportados. Millones de personas se vieron forzadas a abandonar sus hogares y las enfermedades hicieron estragos entre desplazados y sitiados. Los propios dioses no fueron ajenos a aquellas masacres y cuatro de cada cinco encontraron la muerte en aquel absurdo enfrentamiento fratricida. (...)

Los maestros se miraron interrogativamente entre sí, mientras la muchacha leía. No se atrevían a interrumpirle, ni tampoco a cuestionar la autoridad de Dathales. Pasó algunas páginas y luego continuó leyendo: >> ...Tras once largos años de sangrienta y despiadada guerra, en la que no había llegado a proclamarse ningún vencedor, los dioses de ambos contingentes, reunidos en el “Concilio de Goblio”, decidieron poner fin a tantos sufrimientos y hostilidades.

Con aquel acuerdo, recordado hoy como “La Paz de los Dioses”, se selló una tregua indefinida, en la que ambos bandos renunciaban a toda forma de proselitismo, así como a cualquier contacto con los humanos ―a los que responsabilizan de la guerra―, obligándose a vivir en el subsuelo y dentro de los límites de sus dominios en el momento de firmarse el pacto. (...)

― A esto me refiero ―protestó Filias, sintiéndose incomprendida―.
¿Cómo es posible que una guerra tan cruel se hiciese para salvar a los hombres? ¿Cómo es posible que quienes predican amor sólo nos legasen armas e instrumentos de destrucción?
En otros pasajes del libro explica cómo al comienzo de la guerra sólo habían creado magos, más tarde crearon a los caballeros sagrados a lomos de gigantescos reptiles voladores para combatir a los magos del bando contrario, después llegó el turno a los archimagos, que combinaban los cuatro poderes de la magia, a los que se entrenó a su vez para hacer frente a los caballeros sagrados. Finalmente se crearon los sanadores, pero no por un deseo altruista de curar las enfermedades del hombre, sino para minimizar las bajas en sus propios ejércitos. Y junto a ellos una larga lista, que no he podido memorizar, de artilugios mortíferos y sirvientes guerreros...

― Comprende hija que los designios de los dioses son muy complejos para que los podamos entender los simples mortales ― Urrulus trató de justificar la actuación divina―. Ni creo que nos corresponda a nosotros reprobarles por sus actos. En cualquier caso, olvidas que también debemos mucho a los dioses en otras materias no bélicas, la mayor parte de las innovaciones de que disfrutamos desde el “Advenimiento”, como los molinos, son un legado suyo y que, sin embargo, aquellos otros instrumentos más bélicos han quedado relegados a la historia.

― Caramba, no lo sabía. ―balbuceó la muchacha perpleja―. Nunca lo había visto así.
― Pero ella tiene razón ―intervino Demetrio señalándola―. El comportamiento de los dioses fue desmedidamente cruel y despiadado. Incluso después de la “Guerra de los Dioses” y su confinamiento tras los acuerdos del “Concilio de Goblio”.
La prueba más palpable la tenemos en la “Guerra de los Titanes”. ― Dathales habla también de ella en este libro ―vociferó emocionada golpeando suavemente la cubierta del tomo que aún tenía entre sus brazos―. Dice que fue una consecuencia indirecta de la propia “Guerra de los Dioses”. Pero no lo entiendo, comenzó sesenta años más tarde, ¿cómo puede ser su consecuencia?

― Quizá no deberías interpretarlo en un sentido estrictamente literal―comenzó a explicar el historiador con su habitual tono académico―. Más que ser su consecuencia, la “Guerra de los Titanes” tuvo su origen en acontecimientos que sucedieron en aquella época: Los dioses y los mortales habían convivido muy estrechamente durante la “Guerra de los Dioses”. En ocasiones este contacto tan íntimo fue también de carácter..., de carácter... ―empezó a ruborizarse, miraba hacia la estudiante y se sentía incapaz de continuar. El filósofo lo hizo por él.

― De carácter sexual. Urrulus quiere decir que las uniones carnales entre dioses y humanos abundaron en aquellos años. Y además, resultaron ser extraordinariamente fértiles; de estos apareamientos nacieron los titanes, palabra que en creón significa “hijos de los dioses”, a los que se llamó así utilizando una vieja expresión, proveniente de los ritos arcanos, que significaba precisamente eso. De la misma raíz etimológica viene la denominación “titanio” ―precisó―. Los titanes, como recordarás, heredaron las principales características de sus progenitores. Su aspecto era semejante a ambos, poseían una fuerza y tamaño que rivalizaba con el de los dioses, aunque no su longevidad; su pigmentación también era claramente humana. Con el tiempo se demostró que, como los dioses, eran capaces de evitar el control psíquico, e inmunes también a los efectos letales del titanio. Su creciente poder en el mundo, en ausencia de los propios dioses, alertó a éstos, que, temerosos, decidieron exterminarles.

― Pero ¿cómo pudieron? ¡Eran sus propios hijos! ―protestó indignada Filias.
― No te dejes engañar por este tramposo ―intervino el historiador―. Las cosas no eran tan simples. Con los dioses replegados en el subsuelo, los titanes se habían hecho dueños del mundo, dirigían ejércitos, ocupaban tronos, renegaban de sus sagrados padres. Su fecundidad era muy superior a la de los dioses y sus periodos de gestación, propiamente humanos, muy inferiores a los divinos. Todo esto provocó que en poco más de medio siglo hubiese más titanes que dioses en Kherian. Poco importaba que cuando resultaban de aparearse con humanos, heredaran aquellas cualidades algo mermadas. Aún así, debes entender que, para los dioses, los titanes eran una consecuencia no deseada de su propio conflicto civil, hostiles a ellos, y se estaban apoderando del mundo. De haberlos dejado vivir se habrían hecho más fuertes y, quizá en su día, hubieran terminado por aniquilar a los propios dioses, erigiéndose a sí mismos falsamente como tales. Este fue el peligro que los dioses vieron y que, con gran dolor de su parte, se vieron abocados a atajar. Así fue como comenzó la “Guerra de los Titanes”.

― Mi buen amigo Urrulus, no te quedes a medias, cuéntaselo todo, dile cómo empezaron los dioses esa guerra ―apuntó Demetrio irónico―. Háblale de cómo crearon a los campeones, unos luchadores de élite entrenados con las potencialidades combinadas de un caballero sagrado, un archimago y un sanador; y no olvides mencionar cómo los utilizaron para ir “suprimiendo” discreta y selectivamente a los titanes uno a uno.

Pero les salió mal, los titanes, que habían heredado su inteligencia de los propios dioses, pronto advirtieron la purga de que estaban siendo objeto y contraatacaron. Liderados por Grozmer, Rey de Akaleim, tu tierra ―añadió dirigiéndose a la muchacha―, asestaron duros golpes a los dioses, antes de que fuesen derrotados en la batalla de “Dom” y exterminados definitivamente años más tarde en estas mismas islas en que ahora estamos.

Se hizo un tenso silencio en el que Filias derramó algunas lágrimas. No lloraba por lo titanes asesinados. Sabía muy poco de ellos para sentir esta compasión. Lo hacía por los propios dioses.
Urrulus permaneció pensativo. No era un hombre especialmente religioso, pero siempre había sentido un gran respeto y devoción por los dioses. Como historiador nunca había podido dar crédito a aquellos textos que hablaban de atrocidades gratuita su otras infamias atribuidas a ellos, no podía entender que la bondad y la generosidad no fuesen las cualidades primarias de aquellos seres superiores. Quizá su propio fervor le había cegado para comprender lo que ya sabía. En boca de Demetrio las acciones de los dioses parecían terribles, pero en su fuero interno estaba convencido de que siempre tuvieron una buena razón para actuar así, aunque su limitación humana le impidiera comprender cuál. No le importaba perder o ganar en su batalla dialéctica con el filósofo. Quería tan sólo saber la verdad; pero, traicionándose, no podía admitir que ésta fuese otra que la que él ya sabía y esperaba.

Demetrio, a su vez, se sentía vencedor de su particular duelo con el historiador. No había sido capaz de demostrar el carácter no mágico del poder de los dioses, de hecho Urrulus parecía haberlo vencido a este respecto, pero providencialmente la aparición de la muchacha, incidiendo en la crueldad de los dioses, había conseguido lo que no pudieron sus argumentos, que Urrulus se replantease sus convicciones; pues la mente de este buen hombre, pensó, no es capaz de concebir un comportamiento abyecto en la divinidad. En realidad le importaba muy poco la existencia o no de la magia, como en general todos los temas relativos a los dioses. Tan sólo quería recibir la satisfacción de una victoria dialéctica frente a su testarudo colega.

Ambos mentores se miraron entre sí, sostuvieron la mirada unos instantes y, sin necesidad de decirse nada, se volvieron hacia la discípula que acababa de secar sus lágrimas. El filósofo habló en nombre de los dos: ― Ahora nos corresponde a nosotros preguntar y a ti responder, puesto que has asistido a toda la discusión ¿Qué postura te parece más aceptable? ¿Es mágico el poder de los dioses? Habla libremente, esto no es un examen, ni hay una respuesta acertada, tan sólo nos gustaría conocer tu opinión.

Filias permaneció callada. Asombrada de que dos reputados maestros le pidiesen su parecer. Halagada, confusa, la palabras no salían de su garganta. Miró a uno y a otro, ambos parecían ansiosos por escucharle. Finalmente habló: ― Pues yo... esto..., a decir verdad..., el poder de los dioses no puede ser sino mágico ―Urrulus sonrió emocionado, una mueca de decepción invadió el rostro de Demetrio―,...en la medida ―continuó― en que hay mucha gente que lo vive así. Pero al mismo tiempo no lo es, en tanto existan otros, como se ha visto aquí, que no encuentran nada mágico o divino en su actuación ―la sonrisa del historiador se congeló―. ¿Cómo podríamos probar que es de una u otra manera? ―pensaba en voz alta―.

Creo que era Diógenes quien decía que cada cual habita su mundo particular, con sus propios pobladores, aunque todos creamos vivir en un mundo compartido. De hecho, me parece recordar que atribuía a esto la intransigencia, como cada uno vive en su propio mundo, como si fuera un mundo compartido, no puede aceptar que los demás no reconozcan los ingredientes de su mundo, los cree errados con respecto a la verdad, que siempre es la de su mundo particular. Lo mismo, considero, puede decirse de la magia, la magia existe si uno vive en un mundo mágico y no existe si se vive en un mundo técnico. ¿Cuál es el mundo verdadero? ¿Hay alguna forma de dirimirlo? ¿Es más cierto que el poder de los dioses es mágico que su inversa? Habríamos de ser dioses para poder responder, y aún en este caso lo haríamos desde nuestra particular visión divina. Con respecto a su pregunta, creo sinceramente que ambos tienen razón ―esta vez no era coba, pero le ayudaría a quedar bien pensó―, pero también que la discusión es inútil. Si un mago lanza un rayo como muestra de su poder, ¿En qué afectará al rayo el hecho de ser mágico o fruto de una depurada técnica? ¿Será menos dañino su poder? ¿En qué cambia los hechos una u otra interpretación?
Se lo adelantaré, en mi humilde opinión, en nada.

Ambos mentores la contemplaron impresionados, se miraron entre sí y sonrieron. Esta chica promete, pensaron. Luego, Demetrio se inclinó haciendo una reverencia, “algún día se dará cuenta de que no puede haber magia en el mundo”, se dijo a sí mismo el filósofo. Urrulus, a su vez, le dio unas suaves palmaditas en la espalda; “algún día se dará cuenta de que el poder de los dioses sólo puede ser mágico”, pensó el historiador…

[1] Árbol que crece en los bosques de Foreas. En el interior del Reino de Burdomar. Su madera es semejante a la del pino, aunque permite un trabajo mucho más fino, por lo que es especialmente utilizada para la construcción de mobiliario decorativo.

[2] Kherian es la denominación kantheria para referirse al mundo en su conjunto. Aunque ambos hablaban en fluido creón, en el año 623 después del “Advenimiento”, la denominación imperial se había popularizado hasta tal punto, que hacía olvidar otros apelativos del pasado.

Autor: Enrique Timón Arnaiz

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