domingo, 22 de noviembre de 2009

Zombis de Haití

En 1999, la Sociedad Antiesclavista de Londres sacó a la luz un informe aterrador en el que constataba la existencia de más de mil casos de zombificación en el caribeño país de Haití. Éste es sólo un ejemplo de la oscura realidad que se esconde tras palabras como Vudú, zombi o bokor que, debido a influencias cinematográficas o literarias en las que dichos términos se han usado para adornar todo tipo de fantasías, son tomados con cierta ligereza por una opinión pública que en su mayoría desconoce la verdad tras el mito. Y no es tampoco algo de extrañar cuando hablamos de Haití, un lugar singular, con una historia y unas tradiciones propias, una cultura arrancada de su tierra natal que, aislada no sólo de sus vecinos sino del resto de mundo, ha devenido en un universo cerrado y aterrador en el que muchas veces las pesadillas se pueden tocar con las manos.


La historia conocida de Haití comienza un 5 de diciembre “del año de nuestro señor de 1492”, cuando la expedición colombina arriba a las costas de la que más tarde sería conocida como isla de La Española. La población autóctona, estimada entonces en unos 300.000 habitantes de las culturas atawak, caribes y taínos, fue aniquilada durante el ulterior proceso de conquista y colonización. A mediados del siglo una parte de la isla había pasado a formar parte del reino de Francia, el cual estableció un férreo sistema esclavista para una población compuesta por 300.000 esclavos, en su mayoría traídos de las regiones africanas de Senegal, Nigeria y Dahomey, la actual Benín, y no más de 12.000 personas libres entre blancos y mulatos. En el seno de esa sociedad eminentemente esclava, arrancada de su tierra y obligada a profesar una religión totalmente ajena a sus ancestrales creencias, fue donde se gestó una nueva cultura, mezcla de tres mundos diferentes, que tuvo un profundo calado entre gentes sin acceso a la enseñanza. Con el tiempo, y de la mano de esta nueva tradición esotérico-religiosa, también fue creciendo entre la población esclava un intenso sentimiento revolucionario, un ansia de libertad que ya no pudo ser detenido.


El primer intento de independizar Haití tuvo lugar en 1757, cuando Macandal encabezó una rebelión de fugitivos fanáticos que finalizó poco después cuando todos fueron capturados y ejecutados en la hoguera. Pero se habla del 14 de agosto de 1769 como el día en que, durante la celebración de una ceremonia vudú (prohibida por las autoridades francesas) por parte del sacerdote Boukman, se inicia lo que sería la definitiva revolución haitiana. El proceso de emancipación tuvo como principales protagonistas a François Dominique Toussaint-Louverture que entre 1793 y 1802 dirige la revolución enfrentando a españoles, franceses e ingleses, y a Jean Jacques Dessalines que, tras la captura, destierro y muerte en Francia del primero, vence definitivamente a los franceses en la Batalla de Vertierres en 1803 y proclama la independencia de Haití en 1804, convirtiendo así al país en la segunda colonia americana, tras los propios Estados Unidos, en independizarse de las metrópolis europeas. Hablamos de una lucha sangrienta, un conflicto que, según el último de los dirigentes franceses de la colonia “Sólo se podrá solucionar cuando no quede ni un solo blanco en la isla”. Efectivamente, bajo la aterradora consigna de “Cortar cabezas, quemar casa”, la población blanca de Haití fue totalmente exterminada.


Se inicia así un periodo aparentemente glorioso para los haitianos, reconocidos por su valor entre las muchas colonias americanas que, como ellos, ansiaban su independencia. Y este sentimiento fue alimentado por la ayuda que prestaron a sus vecinos dominicanos para librarse de yugo español (aunque después lo que hicieron fue ocupar la parte oriental de la isla, que no recuperó su independencia como República Dominicana hasta 1844), o por el asilo y apoyo concedido al mismísimo Simón Bolívar en su lucha por independizar a Venezuela. Sin embargo, en los sustratos más bajos de la sociedad se gestaba otra cosa, un surgimiento de creencias esotéricas que tenían al Vudú, la mezcla de religiones animistas africanas, cristianismo mal digerido y el remanente cultural de los taínos, como núcleo aglutinador. Detalles como la elección de los colores patrios, rojo y azul, eliminando el blanco de la bandera francesa en parte por librarse de la mística influencia maligna de todo lo blanco en su sociedad, son unos primeros indicativos de esta tendencia.


Conforme fue pasando el tiempo, Haití continuó con el lento pero inexorable proceso degenerativo de su sociedad, enturbiando sus relaciones con sus vecinos debido a la gran presión ejercida sobre ellos, aislándose, y todo dentro de un clima de inestabilidad política y social y de aumento de la influencia del Vudú insostenible. Es en este escenario en el que se produce la ocupación militar estadounidense que se prolongaría desde 1915 hasta 1934. Y es durante esa ocupación cuando la sociedad occidental empieza a documentar algunas de las prácticas de los hungans, los bokors, los sacerdotes del Vudú. Todo parte de unos informes de las autoridades sanitarias militares acerca del desproporcionado índice de suicidios y otros incidentes similares entre la tropa de ocupación. Tras los estudios pertinentes se llega a la conclusión de que los soldados han sido expuestos a sustancias psicoactivas desconocidas que, o bien por el aire o mezclados con los alimentos o el agua, han sido introducidas en los campamentos.


Una vez liberados de la ocupación estadounidense, los haitianos siguieron con su espiral degenerativa, con conflictos nunca solucionados del todo entre las autoridades mulatas y las masas populares afrodescendientes. Y mientras esto sucedía dentro de su sociedad, los primeros investigadores del fenómeno vudú empezaban a llenar páginas y páginas con todo lo relativo a ese misterioso culto y a hablar de extraños casos de personas dadas por muertas pero que aparecían años después en un terrible estado de destrucción mental y física.


Por fin en 1957, con la ascensión al poder de François Duvalier, Papá Doc, es cuando se instala el Vudú en el gobierno del país. La bandera pasa de ser azul y roja a ser negra y roja, los colores del Vudú, y bajo la atenta mirada de los tontons macoute (el tío del saco), la selecta guardia personal del dictador, cuyo nombre hace referencia a los brujos vuduistas viajeros, la brutalidad y el miedo a los supuestos poderes mágicos de estos sicarios institucionalizados sumen al país en una de sus etapas más oscuras.


A Papá Doc lo sucedió su hijo Jean-Claude Duvalier, Baby Doc, en 1971, que se mantuvo en el poder hasta que una insurrección popular lo depuso en 1986. A partir de ahí se sucedieron los golpes de estado, deposiciones forzosas y demás síntomas de su endémica inestabilidad política, siendo la última de estas crisis la de 2004, que forzó a los cascos azules de la ONU a ocupar la isla.


Y así es la Haití de hoy en día, uno de los países más pobres del planeta, odiados y temidos por sus vecinos, y aislados en un mundo que se ha derrumbado sobre ellos.


Pero no es por su singular y triste historia por lo que ese país caribeño es famoso, sino por ese extraño culto, hasta cierto punto exportado más allá de sus fronteras, que es el Vudú.


Hablar de Vudú es hablar de esclavitud, de imposición del cristianismo, de remanencia de ciertas creencias y prácticas de la población precolombina del continente americano e, incluso, de ocultismo europeo. Y junto al Vudú haitiano existe todo un conjunto de derivativos formados a partir de la misma amalgama de religiones y tradiciones, como son la Santería cubana o dominicana, el Vudú de Nueva Orleáns, el Candomblé, la Macumba, o la Umbanda y Kimbanda brasileñas. Se tratan todos ellos de sincretismos forzosos, del oportunismo y la astucia de personas que, obligadas a profesar una religión que les era totalmente ajena, supieron adaptar sus antiguos cultos a la imaginería cristiana con el fin de poder seguir practicándolos (la identificación de sus dioses o Loas con los santos cristianos, por ejemplo). Fue también una forma de unirse, él único nexo entre esclavos traídos desde distintos puntos del África negra.


El origen de la palabra Vudú es africano, y significa “dios” o “espíritu”. Los rasgos originales de esta tradición provienen de los pueblos africanos de habla yoruba (Nigeria, Togo, Benín, Senegal…), y de hecho en sus rituales se habla a menudo del hombre puro de Guinea. Lo que sería la experiencia central de su religión es la posesión de los acólitos por parte de sus dioses, una forma de honrarlos. Según el vuduista el alma humana está formada por dos partes, el gros-bon-ange (gran ángel bueno), el alma esencial, lo que hace a la persona ser lo que es, y el ti-bon-ange (pequeño ángel bueno), la conciencia de la persona, siendo el gros-bon-ange el que propicia el contacto entre el cuerpo y el ti-bon-ange. Durante los rituales de posesión, celebrados en tonelles, y mediante cantos, bailes, la ingesta de ciertas sustancias, las rítmicas vibraciones de los tambores y otros aderezos que suelen implicar el sacrificio ritual de animales, se llega a un clímax en el que el adepto entra en trance, su gros-bon-ange se desplaza, y la persona es por tanto poseída por el dios que se apodera de su cuerpo. Una vez poseído por cualquiera de sus diversos dioses o espíritus, de los que hay un gran número (Aida Ouedo-Virgen María, Lagueson-san Jorge, Agwe-san Ulrich, Damballah-san Patricio, etc) el acólito no sólo se supone que adopta la personalidad, sino también su aspecto, gestos y conducta. Así, una persona poseída por Papá Legba-san Pedro, guardián de la verja del otro mundo y las encrucijadas cuyo símbolo es una muleta, se convierte aparentemente en un hombre viejo y rengo. La posesión, que puede durar horas, es tan profunda que el poseído puede caminar sobre ascuas o meter las manos en agua hirviendo sin inmutarse, de la misma manera que los miembros de algunas tribus africanas se podían cortar sus propios dedos durante los trances. Finalmente la posesión acaba de forma espontánea, el gros-bon-ange vuelve al cuerpo y éste renueva su conexión con el ti-bon-ange, aunque a veces para que esto suceda es necesaria la intervención del hungan, el sacerdote vuduista que oficia la ceremonia.


Ésta idea de la posesión, del alma que se desplaza, subyace en la mayoría de supersticiones y prácticas del Vudú, como las que propician que tras la muerte, y después de pasar cierto tiempo en el fondo de un río, el alma de los muertos sea invocada por los sacerdotes y colocada en una campana sagrada, sustitutivo del cuerpo físico, para que se convierta en un espíritu ancestral que aconseje y proteja a la familia. O, en el caso que nos ocupa, el del aparecido o zombi, se considere que un alma desplazada del cuerpo puede ser capturada y encerrada en una botella o vasija por un sacerdote malvado o bokor, que se apodera así del cuerpo.


Los ministros de esta religión son los hungans, a los que, cuando utilizan prácticas malignas, se les llama bokors (en la realidad lo normal es que el hungan sea bokor y viceversa, siendo únicamente sus intereses personales los que les impulsa a actuar como uno u otro en cada ocasión determinada). El hungan se supone investido de poderes especiales, la mayoría de ellos de origen místico, aunque son realmente las creencias de las personas, su inclinación a creer en la veracidad de estos poderes, las que les otorgan la preeminencia de la que gozan. En una sociedad como la haitiana, sumida en la incultura, el miedo y la superstición, la creencia acérrima en el Vudú y el poder de sus sacerdotes puede acarrear nefastas consecuencias. Por ejemplo, una costumbre muy temida llevada a cabo por estos bokors es el vestir a un cadáver con la ropa de un vivo y después esconderlo en algún lugar secreto para que se pudra, lo cual hace que el vivo enloquezca buscándolo; en el caso de que la persona sepa lo que está sucediendo y crea en el poder de la magia vudú, el acabar sumido en la locura es una posibilidad más que cierta.


A estos poderes más basados en las creencias de la gente que en la realidad también se suman, por desgracia, una serie de profundos conocimientos de naturopatía, de identificación, tratamiento y uso de diferentes sustancias, cuya base sí es real y cuyos resultados, más allá de la superchería, también lo son. De hecho los bokors y hungans manejan un auténtico catálogo de sustancias “mágicas” que, como bien comprobaron las autoridades militares norteamericanas durante la ocupación del país, son realmente efectivas y, si su finalidad es maléfica, altamente perniciosas. Dentro de este catálogo podemos encontrar por ejemplo el polvo de rapé, usado para castigar al amigo traidor, el yoyo, que cura el mal de ojo, el polvo agotador, que hace verdadero honor a su nombre, el pachuli, que castiga la infidelidad en el matrimonio, y por último uno de los más aterradores y el que nos ocupa a nosotros, el polvo zombi, el pepino zombi, la cocombre zombi.


Y es ahora cuando por fin llegamos al meollo de la cuestión, a la creación del zombi, a esa práctica que, lejos de la imaginería holliwoodiense, oculta una verdad tan aterradora o más como la ficción que representan esos cadáveres andantes que en los filmes de Romero, y los que en ellos se inspiraron, se dedican a la antropofagia y la destrucción sistemática de la sociedad que conocemos.


El fenómeno de la zombificación es algo veraz y siniestro, una práctica en la que se conjugan muchos de los aspectos de Haití, su cultura y prácticas vuduistas, de los que anteriormente hemos hablado, y cuya existencia es tan real y conocida que incluso podemos detectar su presencia a través del artículo 246 del antiguo Código Penal haitiano: “También se considerará que hubo intención de matar si se utilizaren sustancias con las cuales no se mata a una persona pero se la reduce a un estado letárgico, más o menos prolongado, y esto sin tener en cuenta el modo de utilización de estas sustancias o su resultado posterior. Si el estado letárgico siguiere y la persona fuere inhumada, el intento se calificará de asesinato”. Tan cierto es esto, que se han dado multitud de casos en que los familiares de muertos cuyo óbito podía relacionarse con prácticas mágicas han estrangulado, apuñalado, o incluso desmembrado los cadáveres para evitar que sean resucitados por los bokors.



La zombificación, práctica que sólo existe en el Vudú haitiano y no en ninguno de sus derivativos de otras partes del globo, no es en un principio más que un caso de envenenamiento, pero un envenenamiento especial provocado con unos fines muy específicos y particulares. El veneno que lo provoca, el anteriormente mencionado polvo zombi, tiene como componentes principales el pepino de mar (sustancia altamente tóxica y alucinógena), la tetrodotoxina (extraída de los ovarios de las hembras del pez globo, también altamente tóxica y que incluso en pequeñas cantidades puede provocar la muerte, como de hecho se ha producido muchas veces en restaurantes orientales que ofrecen esta especialidad), y la flor de datura o estramonio (también alucinógeno y cuyo uso está constatado en arcaicas sociedades europeas de brujos que debido a su ingesta en determinados rituales llegaban a creerse verdaderos hombres lobo). Este polvo, que bien puede ser suministrado mezclado con la comida o la bebida, e incluso se puede transmitir por el aire, provoca en la víctima un desequilibrio metabólico que los sume en un estado letárgico muy parecido a la muerte (mínimo consumo de oxígeno, apenas dos latidos por minuto, inmovilidad…), pero en el que por desgracia son conscientes de todo los que les sucede, como el aterrador hecho de ser enterrados (muy ilustrativa es la imagen de la película “La serpiente y el arco iris”, la que mejor trata la realidad del fenómeno zombi, en la que un supuesto cadáver derrama una lágrima mientras resuena la caída de las paladas de tierra sobre la tapa del ataúd en el que está siendo enterrado).


Más tarde, pasado un período de dos a cuatro días (lo máximo que puede aguantar el supuesto cadáver antes de consumir totalmente al oxígeno contenido en el ataúd), el bokor exhuma el cuerpo para llevárselo a su santuario y una vez allí suministrarle el antídoto que lo libere de su estado letárgico. La persona que renace de esta aparente muerte ya no es lo que era, su sistema nervioso está destrozado, sufre un grave caso de hiponatremia (insuficiente concentración del electrolito sodio en sangre), y la verdadera pesadilla, su vida como zombi, acaba de comenzar. Aprovechando la credulidad de una víctima idiotizada e imbuida de las creencias vuduistas, el hechicero la convence de que efectivamente ha muerto, que su gros-bon-ange ha sido desplazado, atrapado y encerrado en una botella, y que sólo él es capaz de devolverle a su estado anterior, a cambio por supuesto de que le obedezca en todo. Durante el periodo de restablecimiento, que puede durar un mes, el bokor acentúa este sentimiento de sumisión en su víctima sometiéndola a todo tipo de torturas, engañándola con todo tipo de artimañas, incluso disfrazándose de diablo y rodeándola de fuego para hacerle creer que está en el infierno.


El resultado de todo lo anterior es la creación de un esclavo incapaz de revelarse, un sirviente para el bokor que lo ha zombificado o para la persona que lo compra a éste, pues muchas veces son los réditos de este comercio de seres humanos los que están detrás de esta práctica (otras veces puede ser la venganza, o cualquier otra manifestación de los más bajos instintos humanos). Hablamos de un negocio conocido e incluso consentido por las autoridades haitianas que supone una de las bases de un nada despreciable sector de su economía agrícola (15 o 20 zombis de promedio por plantación; no más, pues debido a las limitaciones provocadas por su sistema nervioso devastado sólo son buenos para trabajos pesados pero simples), más aún en tiempos del nefasto Papá Doc, que con su institucionalización de vuduismo incluso alentó esta práctica.


La muerte en vida, eso es la zombificación, secuestro, torturas y sometimiento a esclavitud, el amargo destino de estos desgraciados que, incluso en los raros casos en los que consiguen escapar con vida de los campos de trabajo en los que los retienen, jamás llegan a recuperarse del todo del daño infligido. Hay muchos casos documentados, con nombres y apellidos, como el de Felicia Felix-Mentor, que reaparecida veintinueve años después de su supuesta muerte había perdido por completo la capacidad de hablar, rehuía cualquier contacto humano, y que durante los pocos años que le quedaron de vida jamás fue capaz de expresar ningún tipo de pensamiento coherente.


Éstos son los zombis haitianos, los zombis de carne y hueso, pesadillas surgidas de las más oscuras simas de la mente humana que, cuando caminan por Haití, ese mundo cerrado y aislado en el que la pobreza, la injusticia y el terror al lado más siniestro de las prácticas vuduistas campan a sus anchas, pueden ser incluso tocadas con las manos.





Originalmente publicado en "La Biblioteca Fosca Nº 3: Zombis"

Autor: Manuel Mije
Correo Electronico: perring255(arroba)hotmail.com

2 comentarios:

Morti dijo...

EY!!!!!!!!!!!!!! en su momento lo leí y me pareció bastante interesante. no te veas los haitianos. Un abrazo

Manuel Mije dijo...

Sí que son cabrones, sí. Inlcuso hasta el punto de no saber si es peor nacer en los estratos bajos de su sociedad o aparecer por arte de magia en la realidad de una peli de Romero...

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