jueves, 14 de marzo de 2013

Escora estelar II

II



Xutt es el sistema más exclusivo del universo. Nadie puede entrar en él si alguien de dentro no le ha llamado. Allí sólo viven monarcas retirados, viudas de almirantes, familias de magnates o estrellas del espectáculo. Los recursos que uno de sus habitantes gasta en una hora podrían servir para mantener a una familia del borde exterior durante un año. Así es Xutt, opulencia en su máximo esplendor, alta nobleza, grandes fortunas, honor, lujo; por eso me escamaba que nos hubieran llamado de allí, precisamente a nosotros. Pero si Roy decía que el contrato estaba en regla, es que estaba en regla, y si decía que el contacto era de fiar significaba que ya lo había rastreado por la holored hasta conocer el nombre de los abuelos del último médico que le pasó consulta. Así es Roy, con él no hay corazonadas ni presentimientos que valgan.

         Sólo hay una forma de acceder al sistema planetario de Xutt, un pasillo de entrada estrecho y vigilado por varios acorazados, destructores, fragatas y una constelación de cazas. Cualquier fragmento de meteorito que se acerque por algún punto no autorizado será desintegrado de inmediato por otras tantas naves que vigilan sin descanso los límites del sistema. Cuando se pasa el perímetro de seguridad es el peor momento para una equivocación o un malentendido. Mientras declaraba asunto y destino a los del puesto de entrada, rezaba por que ninguno de mis patanes saliera con alguna de sus locuras. Sólo en Roy confío para estas cosas, aunque a veces demuestre tener la sensibilidad de un cadáver congelado.


         Una vez dentro nos dirigimos al tercer planeta más próximo a la estrella, Xanadú. Nuestro cliente era la segunda esposa de un alto mando militar de frontera. Al parecer tenía para nosotros un porte muy especial, tanto que no valía con una simple consigna en el almacén del espaciopuerto para su recogida, sino que requería de entrevista física previa antes siquiera de mencionarnos qué teníamos que transportar. Esta vez consideré que era mejor dejar a Words al cargo de la nave en lugar de llevarlo conmigo, por aquello de evitar conflictos diplomáticos o cualquier otra metedura de pata del comodoro. También ordené a Walnuts que hiciera ciertos arreglos, los suficientes como para mantener su perversión lejos de los felices y honrados habitantes del planeta. Así, sólo y con mis mejores galas de capitán, me dirigí a la oficina de información.

Allí me encontré con un curioso e inquietante personaje que sostenía un dispositivo holográfico de cuyo haz surgía la imagen de un cartel con mi nombre escrito sobre él. Se trataba de un pequeño simio alterado genéticamente, cubierto con un gracioso salacot rojo y con un uniforme a juego. Cuando ya estaba cerca de él, el animal se giró y me hizo señales para que lo siguiera hacia la terminal de salida. No muy lejos de la entrada al espaciopuerto nos esperaba un coqueto deslizador deportivo. Él se puso a los mandos, yo, temeroso, me acomodé en el lugar del copiloto. Nunca he confiado en las mascotas genéticamente alteradas, y menos desde el incidente del chihuahua transgénico de Trax IX, el que devoró a la familia que lo había comprado. Para colmo de males el animal iba a los mandos, lanzándome más risitas y miraditas a mí que al visor frontal. La tensión se mascaba en el ambiente. Quién dijo miedo.

        

Cuando por fin pude pisar suelo firme y respirar tranquilo me hallaba frente a una lujosa mansión rodeada de innumerables jardines, plazuelas y parques. Un claro exponente de los grandes beneficios que puede sacar una mente avispada administrando el poder del Impero allá donde no llegan los controles de éste. Según Roy, el almirante De Weiss estaba a un paso de conseguir lo que ya otros muchos habían conseguido, crear su propio dominio dentro de los límites imperiales, convertir su mando en hereditario y a su progenie en nobleza de nuevo cuño. Por desgracia para él aún estaba en disputa con su segundo al mando, el cual había conseguido el suficiente apoyo de la dotación como para rebelarse y poder aspirar a ser quien pusiera los emblemas en el nuevo escudo heráldico, todo bajo la permisiva ignorancia del Emperador y su Consejo, para cuyos intereses resultaba indistinto quién inscribiera su nombre en el registro senatorial.

         Mientras en la frontera algunos se jugaban la vida, en aquella mansión de Xanadú vivían la segunda y la cuarta esposa del almirante, junto a los vástagos de éste que no habían corrido la misma suerte que la primera y la tercera esposa, ambas muertas en extrañas circunstancias. Era curioso que, según la información que había podido conseguir Roy, en aquel lugar situado en uno de los sistemas más seguros de todo el Imperio la esperanza de vida de las personas fuera tan caprichosa.

         El trato personal aún se iba a posponer un rato, pues quien me esperó en la entrada fue un droide de servicio, todo él fría amabilidad cibernética. El cyborg me condujo a una sala de espera perfectamente acondicionada por él mismo y un bar con un buen surtido de espiritosos de todos los lugares de la galaxia. Si desde fuera de la mansión ya se intuía el océano de créditos en el que nadaba la familia del almirante, dentro se disipaba cualquier tipo de duda: probablemente todo lo que allí había era único y había sido suministrado a un coste superior incluso al del propio objeto. También era un muestrario de los numerosos destinos en los que había servido el almirante: la columna central de la estancia era una astilla de la punta del colmillo de un coloso de Tyrum, varias cabezas de gurtags gonoveanos adornaban las paredes, un terrario de hombres-hormiga de Siluria, controlados por una reina cibernética, ocupaba una esquina de la estancia, el mobiliario estaba íntegramente fabricado en cristal de sol, y un haz láser de baja potencia dibujaba figuras luminosas por todo el lugar. También había esculturas zennitas, plantas conscientes de los yuddhay e incluso un excremento ceremonial de los hombres-mosca de Ptarik VI. Pura ostentación, ya digo, así son, han sido y serán los nuevos ricos de todas las épocas. Pero tampoco estaba mal la visita a aquel museo de lo excesivo con una copa de brandy de más de un siglo de antigüedad en la mano. Había que disfrutar el momento.

         ―Capitán, la segunda señora De Weiss está a punto de llegar ―me avisó el droide.

         ―Gracias.

         Me alisé la casaca, me arreglé el bigote y me coloqué en mi mejor pose, la que garantiza una noche de pasión o una bofetada, según la suerte y las copas que haya bebido. La puerta se abrió y por fin puede ver en persona a Lady Liofinnia De Weiss, perla de las estepas de Yaurin, más allá del cúmulo de Yonser; como todo en aquella casa, recordatorio de otro de los destinos del almirante. Una de esas bellezas atípicas según estándares más del interior: algo hombruna y velluda, de cuerpo compacto y nudoso. Quizá el doble par mamario hubiera tenido algo que ver con la elección, lo que decía mucho del almirante y de sus gustos.

         ―Señora.

         ―¿Es usted el capitán Perring?

         ―Phileas Perring, comerciante, armador y filántropo. A su servicio.

―Ya, ya. A lo que íbamos ―se mostró delicadamente directa, como ya me esperaba. La suya era tierra de hombres fornidos y agrestes, y de mujeres igual de fornidas y agrestes que ellos.

―Usted dirá.

―Según me han contado es usted uno de los contrabandistas más escurridizos de la galaxia, capaz de entrar o salir de donde casi nadie puede. También me dijeron que en ocasiones ha ejercido la piratería y que tanto su nave como su tripulación se han visto envueltas en más de una acción de combate, al parecer con buenos resultados ―dijo mirándome de arriba abajo para comprobar que no me faltaba nada.

―Bueno, debido a los avatares típicos del comerciante estelar es cierto que alguna vez me he visto obligado a saltarme algún bloqueo, entrar en combate o huir de algún sistema debido a algún malentendido, pero todo lo demás es una sucia mentira, y estoy dispuesto a batirme en duelo con quien sea tan vil como para propagarla, señora.

―No, no creo que estuviera usted dispuesto a batirse con él en duelo, a menos que lo que pretenda sea suicidarse.

―Entonces dejémoslo de momento en una confusión de términos que ya habrá tiempo de aclarar ―preferí no seguir con la bravata, tengo demasiados viejos enemigos como para dejarme matar por uno nuevo; sería una desconsideración―. En todo caso, puedo garantizarle que si lo que está usted buscando es un navío rápido, una dotación hábil y con arrestos y un capitán dispuesto a lo que sea para cumplir con sus compromisos, ha dado usted con ello.

         ―Puede ser, pero antes voy a hacerle una prueba, por si acaso. Acerque la mano, tengo que tomarle una muestra de tejidos.

         Mal asunto. Todos los que me conocen saben de mi belonefobia, algo difícil de compaginar con la apariencia de tipo rudo y arrojado que me gusta proyectar. Pero los negocios son los negocios, así que estiré el brazo, tomé aire y miré para otro lado, por aquello que dicen de que así no duele. Y una mierda que no duele. Con el grito y el respingo que di se sobresaltó hasta el droide de servicio.

         Bueno, Lady Liofinnia no se sobresaltó, ella me miró con desprecio, sacó una afilada hoja de hueso de un bolsillo oculto, y se hizo un largo y profundo corte en el antebrazo, junto a otras tantas cicatrices que supuse producidas por cortes similares; la típica demostración innecesaria por aquello de que no es bueno humillar a las visitas. Lo peor es que también sufro hemofobia, así que cuando la sangre comenzó a manar en abundancia del brazo de la segunda señora De Weiss, todo mi mundo empenzó a dar vueltas y a oscurecerse para terminar con un tremendo golpe, que la conciencia no la perdí hasta después del costalazo, ya es mala suerte.



Cuando desperté estaba tendido sobre un diván flotante, en una lujosa sala situada al parecer en algún distante punto de aquel inmenso complejo. Me encontraba sólo, y la cleptomanía me hacía cosquillas en los dedos, pero supuse que los sistemas de vigilancia debían estar monitorizándome, así que me contuve. Buena elección por mi parte, pues justo en ese momento se abrió una de las puertas de la estancia. Instintivamente me puse en guardia, por allí podía aparecer Lady Liofinnía a por otra muestra de tejidos, un mono transgénico con un gracioso salacot rojo y un cuchillo de hueso olvidado por ahí después de una demostración de valor yauriano, o cualquier otro peligro. Falsa alarma. Quien apareció fue un tipo alopécico con perilla de chivo, bigote, un par de copas de licor y una sonrisa blanda que supuse relacionada con la más vacía de las copas.

         ―Capitán Perring, veo que ya se ha repuesto. Lo celebro. Permítame que me presente: soy Ernst De Weiss, décimo quinto vástago del glorioso general Paul De Weiss y futuro heredero si el décimo cuarto no sale del coma profundo en el que se encuentra.

         ―Lo siento ―fue lo único que se me ocurrió decir.

         ―Yo también, es una tragedia. Tome esta copa y acompáñeme en el sentimiento. ―Por el olorcillo a taberna marciana que desprendía, el no tan joven heredero debía llevar sintiéndolo mucho tiempo seguido.

         ―Gracias. Por cierto, Lady Liofinnia…

         ―No no no, no hablemos de Lady Liofinnia, esa mujer me da repelús ―me cortó.

         ―A mí también.

         ―Magnífico, brindemos por eso.

         Me estaba gustando aquel tipo: aficionado a besar copas, con aversión por las mujeres más corpulentas que él mismo; muchas coincidencias.

         ―De todas formas, señor De Weiss, mi presencia aquí se debe a un encargo de la señora, en concreto una mercancía que tengo que transportar.

         ―Capitán Perring, será mejor que comencemos a tutearnos, entre otras cosas porque yo soy esa mercancía que ustedes deben transportar.

         ―Vaya, no era lo que me esperaba.

         ―Pues así es, querido capitán. Según la tradición familiar, el primogénito debe presentarse ante el patriarca antes de emanciparse, algo que como verás he pospuesto durante un tiempo. ―Efectivamente, aquel individuo sobrepasaba la esperanza de vida de más de un planeta deprimido―. Por desgracia, mis tutores consideran que ya he excedido en mucho mi cuota de parasitismo filial y que estoy preparado para la ceremonia, así que aquí me tienes.

         ―Brindemos por eso también.

         ―Sí, brindemos ―contestó con cierto fastidio. Después sacó la petaca con la que mantenía el rosario de brindis que jalonaban su existencia y rellenó las copas―. En fin, capitán, encantado de conocerte y ansioso de hacer otro tanto con la nave y el resto de la tripulación.

         ―¿Ya está? ¿No tengo que pasar más pruebas? ¿No tengo que cerrar el trato con Lady Liofinnia?

         ―No. De hecho, no me agrada que ella haya intervenido en esto, tiene la curiosa suerte de que todos los que se interponen entre ella y la fortuna de mi padre mueren, y yo soy uno de esos. De todas formas, no sé, me has caído bien, creo que puedo confiar en ti a pesar de todo.

         ―La duda ofende.

         ―Por supuesto. ¿Tengo que ponerte al tanto de nuestro destino y las circunstancias del mismo?

         ―¿Te refieres a que tu padre se encuentra en una de las lunas de Klosar, tratando de romper el bloqueo al que le tiene sometido su segundo para así poder reunirse con sus tropas y aniquilar a la unidad rebelde?

         ―Eso mismo. Veo que estás bien informado, capitán, y supongo que el que hayas accedido a venir aquí significa que te ves capaz de eludir ese bloqueo y llevarme ante mi padre para que yo pueda recibir su bendición.

         ―Quién dijo miedo ―dije para mí mismo.

         ―¿Cómo?

         ―Nada, que trato hecho. ¿Listo para partir?

         ―Por supuesto. Por cierto, capitán, ¿hay mujeres en la tripulación con la que voy a disfrutar de esta larga travesía?

         ―No, me temo que no.

         ―Bueno, siempre podría ser peor. ―Eso mismo, aún le faltaba conocer a esa tripulación sin mujeres con la que iba a “disfrutar” de aquella larga travesía.





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Publicado originalmente en La consulta del doctor Perring



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